27 de mayo de 2008

Santiago

¿Por qué leí a Unamuno
cuando tenía que haber leído a Salgari?
¿Por qué me hice viejo tan joven?
No hubo ya incertidumbre
en la caída de las hojas.
No hubo ya misterio
en la fugacidad de los gusanos de seda.
Sólo belleza,
pero ¿qué es la belleza sin el pálpito oscuro de lo indeterminado?
¿qué es el camino sin el guiño cómplice del horizonte?
Sólo polvo y tierra.
Atrás dejo mi sombra. Tan triste, tan desvalida.
Peregrino, haz el favor
y consuélala con tus huellas.
Yo me consuelo con el paisaje,
que es la fe del que no tiene fe.
¿Cómo no creer en esos amaneceres tan humildes del Bierzo?
¿Cómo no pararse a escuchar el canto gregoriano que arrastra el Órbigo?
Lo malo será cuando me pierda entre los bosques de meigas.
¿Quién entonces me ayudará a salir del laberinto de la hojarasca?
¿Será el final o el principio de mi enigma?

Mañana llegaré a Santiago.
Eso dice la guía.
Tendré que entrar por la puerta trasera,
la de servicio,
como un inmigrante pidiendo disculpas por no llevar los papeles ni las oraciones en regla.

Poema ‘Llegando a Santiago’.
Publicado en el número 7 de la revista ‘Piedra de Rayo’.

23 de mayo de 2008

Escardar

¿Y si fuese todo al revés de como nos enseñaron? ¿Si el lenguaje, en su afán por nacer, se hubiese adelantado, como un parto prematuro, al resto de seres, de cosas, y existiese mucho antes, o por lo menos, un pelín antes, que el mundo? ¿Si Dios, o quien fuese, lo primero que hubiese creado no fuese la tierra ni el cielo sino la palabra tierra y la palabra cielo? ¿Y si luego de dar forma con la paciencia de un monje copista, línea a línea, a los miles de idiomas del planeta, hubiese dicho: “Hágase la realidad”, pero no a su imagen y semejanza sino a imagen y semejanza de esas innumerables lenguas? Entonces, el mundo, el áspero mundo, el gracioso mundo, el triste mundo, sólo existiría en la medida en que existen las palabras, en la medida en que éstas influyen en él। Cada vocablo todopoderoso ordenaría lo que debe nacer y lo que no debe nacer. Y no habría sandías si no existiese la palabra sandía y no habría espacio si no existiese la palabra espacio y no habría odio si no existiese la palabra odio. Así de fácil. Las palabras viajarían en el tiempo en vagones de primera, sabedoras de su importancia. Un artículo, por muy indeterminado que fuese, tendría su club de admiradores. Y no te digo un adjetivo calificativo o todo un señor adverbio de modo. Casi nada. Serían admirados por sabios; respetados por viejos. No pasaría la vulgaridad que pasa en nuestros días. Que cualquier neologismo modernillo, del montón, sin currículum, se cuelga un piercing en la punta del lexema y se gana el favor del público. No. Lo siento. Términos recién paridos, como informática o globalización, tendrían que apuntarse a la lista de paro de la Academia de la Lengua y aguardar unas cuantas décadas más para conseguir su primer curro. Por decreto ley se impondría entre los hablantes la obligación de no fiarse de una palabra que no acumulase unos seis, siete siglos de existencia, más o menos.
Fragmento del cuento ‘Escardar’
Publicado en el número 10 de Piedra de Rayo.

16 de mayo de 2008

Filoxera

Que vengo, señor practicante, por recomendación de don Manso de Calatrava, que como usted ya sabrá por las murmuraciones de manso no tiene nada, pues vaya mala leche que gasta el cascarrabias, ni los toros bravos bufan como él bufa cuando bufa, pero de Calatrava lo que presume el canalla, ni que fuera vizconde, siempre anda con la murga de su linaje por aquí, su linaje por allá, que deben de ir lo menos siete generaciones de Calatravas asentando sus posaderas en este poblacho de Cenicero, que líbreme el Santísimo de proferir ni una sola lamentación contra esta villa que me acoge, y si miento que me caiga ahora mismo del cielo un rayo y me abra en canal como un cerdo, pero, señor mío, no seamos ciegos, y ya me dirá usted qué de noble encuentra en esta aldea tan desangelada, cuatro callejuelas cubiertas de fango, cuatro perros pulgosos, cuatro jornaleros hambrientos, que a mí me da que el primer Calatrava fue un tipo corriente como yo, más pobre que las ratas, pero seguro que el segundo Calatrava, lo que pasa en la puñetera vida, se creyó más que los demás y se compró un escudo con flores de lis para presumir de escudo, y el tercero, un traje con levita para presumir de traje, y el cuarto, un caballo con enjaezados para presumir de caballo, y el quinto Calatrava, cansado de tantas ínfulas y tan poco comer, se hizo con una viña, y el sexto, con otra viña más grande, y el séptimo no le digo ya, que ha cogido carrerilla y ha comprado las fincas de media jurisdicción, venga plantar y plantar, arriba del monte, abajo del monte, a un lado del camino, al otro lado del camino, que como él no agarra el herrón y menos aún se agacha para hincar la planta, no sabe lo que son unas manos callosas ni una espalda deslomada…
Comienzo del cuento Filoxera.
Publicado en el número 12 de Piedra de Rayo.

12 de mayo de 2008

Garnacha

Que me parece que estamos confundiendo los términos, que no me extraña que mi hija se haya encariñado por el negro ése y no por ninguno de ellos, que hay que darles de comer aparte de lo raros que son, porque el negro del que tanto se mofan es negro como el carbón de una carbonera, sí, pero no se ha de morir de hambre, porque los tiene bien puestos, que yo le he visto con qué cojones levanta el herrón, y con qué ternura besa, y eso es lo que busca una mujer, tan sólo eso, que la quieran y no que la traten como ganado, son verdades que no haría falta ni decirlas, pero aquí, en esta pocilga atestada de analfabetos hay que recordar hasta lo más elemental, hay que recordar que nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a perdonar, que él fue quien dijo, dejad que los niños se acerquen a mí, y por eso es de mal nacidos el burlarse de un bebé, que mi nieta de la que tanto se burlan es negra, sí, negra como la garnacha, pero se llama como su abuela, María, nombre de virgen, y lleva mis apellidos, Guzmán Azcárate, a mucha honra, que pienso cuidarla con uñas y dientes, que cuando mi hija me insiste, me obliga casi a que la tome en mi regazo, me empieza a temblar todo, es como si retuviese un gorrión entre las manos, un gorrión que me pide clemencia para no ser desplumado, y yo acaricio al gorrión para que me coja confianza, no tengas miedo, no tengas miedo, gorrioncito, no te voy a desplumar, le susurro, y María me sonríe, y entonces, no sé, no sé lo que me pasa, algo se me cruje aquí dentro, siento que se me esfuma esta mala leche, porque es mi angelito negro, mi angelito negro.
Fragmento del cuento Garnacha.
Publicado en el número 13 de Piedra de Rayo.

8 de mayo de 2008

Herrón

Porque no se creyese la promesa o porque le pillase con la moral baja, a Gonzalo de Berceo le entró de pronto esa pesadumbre, no exenta de rencor, propia de comerciantes exhaustos de tender camisas sobre el mostrador sin provecho alguno, y comentó con verdadera inquina.
- ¡Ay, en esta tierra que me ha tocado en mala suerte nacer es tan difícil vivir de la literatura! ¡Fíjese a mis años y todavía dando vueltas como un novato para sacar unas perrillas!
- La vida es muy perra para todos - masculló el labriego sin ningún asomo de compasión.
La reflexión tenía su miga. Y el afamado poeta andaba con hambre.
- No sé, no sé, quizá usted lleve razón, pero, amigo mío, le aseguro que nosotros, los escritores, nos llevamos la peor parte de los sinsabores. En La Rioja, no exagero, escribir es como darse golpes contra la pared... ¡Somos tan brutos...! No lo entiendo. Porque mire nuestros vecinos vascos. ¡Dios, cómo cuidan a sus clásicos!, ¡con qué respeto los miman!, ¡no, como nosotros!, ¡pueblo de iletrados!
El vate había abierto la espita de su desahogo y ya no había quien le parase. Aún se explayó varios minutos más en pormenorizar desdichas laborales humillantes para un currículum tan ilustre como el suyo. Según relató Gonzalo de Berceo con un tono encendido, a duras penas había conseguido contratar un par de charlas este verano en un curso universitario sobre literatura medieval que se iba a celebrar en un monasterio cisterciense en León. ¡Sí, en León! En La Rioja, por más que había insistido en bibliotecas y salas de cultura, no había contratado ni un bolo. “¡Se ve que están aburridos de la letanía del vaso de bon vino y reclaman savia nueva!”, aulló con un mohín de desprecio. Julián Mendozilla asintió por asentir, ya que hacía rato que no escuchaba lo que le decía aquel pesado de hombre. Sólo pensaba que si no cortaba la charla, iba a perder toda la mañana sin pegar ni golpe.
Fragmento del cuento Herrón.
Publicado en el número 14 de Piedra de Rayo.