30 de diciembre de 2008

Merendero

Iba a escribir un cuento, pero he decidido pintar un cuadro. Yo no soy pintor. Dibujo muy mal. Mis dibujos parecen los garabatos de un niño. El sol, arriba; la casita con la chimenea echando humo, abajo. Pero aún así, voy a intentarlo. Porque hay sentimientos que como mejor se expresan es a través de un lienzo. La alegría, por ejemplo. Me refiero a la alegría de vivir. No quiero desprestigiar a la literatura pero la realidad es que se ha vuelto muy compleja; te puedes tirar meses escribiendo una historia más o menos divertida, más o menos optimista, para que luego venga el crítico de turno y te descubra que has estado escribiendo sobre lo contrario de lo que querías escribir: “Sobre la superficie de una historia de humor se esconde la tristeza de un hombre abandonado”. Lo dicho, un lío.
Con un cuadro, sin embargo, las reacciones son más primitivas. Sobre todo, si quien juzga es una de esas personas sencillas, que jamás ha entrado en un museo, ni falta que le hace, porque cuando contempla una terraza engalanada de tiestos, conjuntados en colores y formas, se emociona ante tanta belleza junta. Esas personas no divagan, simplemente dicen: “Me gusta este cuadro porque es muy luminoso”. Y se lo compran y lo cuelgan en el sitio donde más se vea, donde más luzca de la casa: en una de las paredes del salón, pegado al retrato familiar. Y yo quiero pintar un cuadro para esta clase de público. Uno de esos cuadros baratos, que gustan a las señoras mayores porque al mirarlos les pasa algo extraño por dentro: como que su sola visión (“cosas de la edad”, piensan) les alegra la mañana y ya se les hace menos pesado quitar el polvo a las lámparas. Un cuadro realista, con su obligada perspectiva, donde hasta el detalle más nimio sea reconocido. Nada de abstracción, que me resultaría molesto que me vengan preguntando si lo que he pintado representa un bodegón, un desnudo femenino o qué. Mi cuadro tiene que ser tan sencillo que lo entienda cualquiera sin necesidad de leer su título. Y lo llenaré de color, mucho color. Nada de blanco y negro, que confiere cierto prestigio al artista pero a la vez da un aire fúnebre a sus creaciones. Y yo lo que pretendo es todo lo contrario: pintar un cuadro alegre. Que haga feliz a todo el mundo. Incluidos los fabricantes de marcos.

Inicio del cuento Merendero.
Publicado en la revista ‘La Prensa del Rioja’

10 de diciembre de 2008

Viniegra

Si Viniegra de Abajo es ensalzado por su elegancia callejera como el segundo Madrid, Viniegra de Arriba podría ser piropeado como el segundo Bilbao. No por el ego acentuado de sus lugareños, que reciben al forastero con una cordialidad de égloga, sino por su recogimiento urbanístico. Este bello pueblo riojano, enclavado en un agujero montañoso, necesita altura para ser paladeado. Hay lugares que se descubren mejor a ras de cielo que de tierra. Si sólo desde el elevado Parque de Echevarría estalla el esplendor anárquico de la capital bilbaína, únicamente desde las alturas del Buen Pastor se comprende el encanto de Viniegra de Arriba. Alguien con fe y piernas colocó esta escultura sacra con una oveja en una escarpada ladera para que velase por las almas del alto valle del Najerilla. Ningún otro sitio tan propicio como una sierra ganadera para plantar esta imagen religiosa, que desde su atalaya vigila para que no se le descarríen sus rebaños, ni los humanos ni los animales.

Fragmento del artículo publicado en la revista Geo sobre el pueblo riojano Viniegra de Arriba.