29 de diciembre de 2009

Grañón

Nunca he estado en Grañón. Claro que tampoco nunca he estado en París. Antes me avergonzaba reconocer no haber viajado a sitios célebres cuya visita se considera irrenunciable para un hombre de mundo. Así que para salir del apuro en más de una ocasión me he visto obligado a asegurar que conozco París como la palma de mi mano, lo que, dicho sea de paso, me ha forzado a aseverar que, venciendo mi atávico miedo a caerme de cualquier altura, me he encaramado a la copa de la empinada torre Eiffel. Y algo parecido me ha sucedido con Grañón, una histórica villa sobre la que he vertido algún que otro embuste, eso sí, éste un poco más piadoso que el referente a la bohemia París. Bajo la recriminadora mirada del apóstol Santiago, que todo lo ve y todo lo oye, he jurado y perjurado que he recorrido sus calles jacobeas hollándolas con los andares meditabundos de un peregrino y, como veía que me creían la falacia, he persistido en la mentira asegurando que, instado por sus amables lugareños, me he sentado en un banco de su iglesia mayor para contemplar, sin sentir mareos ni sarpullidos sthendalianos, el esplendor barroco de su maravilloso retablo.
Ahora, sin embargo, que ya no me sonrojo por pecados veniales, reconozco que nunca he estado en Grañón y, menos aún, en París. Claro que, pensándolo bien, a la luz de los nuevos descubrimientos físicos, habría que matizar qué significa eso de estar en un sitio. Me da la impresión de que ni un ignorante como yo en cuestiones de átomos, ni tampoco muchos laureados científicos, tienen nada claro este concepto. A todos nos acechan las mismas insidiosas preguntas. Porque, ya me dirán, ¿la actitud de permanecer sentado en una estación de autobuses durante una plomiza tarde, incluida una cabezadita sobre el hombro de un amable jubilado, otorga derecho de pernada sobre ese lugar?, ¿o acaso la constancia de regresar de un congreso express, sin otro bagaje turístico que la maleta cargada de folletos de la localidad organizadora, se puede convalidar como una estancia en toda regla?, ¿o incluso el gesto de compartir pacientemente el pesado álbum de fotos de vacaciones de un familiar concede el privilegio, por vía indirecta, de ser partícipe de ese viaje?

Extracto del artículo ‘Nunca he estado en Grañón’ publicado en el número de diciembre de 2009 de la revista Mirabel de Grañón.

11 de octubre de 2009

Xilófono

Y a los ciento dos años y pico, el célebre luthier maese Golondrina, artífice del xilófono arnedano, aquel extraño instrumento cuyo ampuloso sonido revolucionó la música barroca, decidió jubilarse. El día anterior a esta decisión, él, que tan agudamente discernía los latidos de la naturaleza, había escuchado crujir el nogal de su jardín y lo interpretó como un augurio de su cercano final. Así que congregó en su almacén a un enjambre de oficiales y aprendices, por escrupuloso orden alfabético para que no saltasen suspicacias entre ellos, y después de escudriñarlos uno a uno, a los más pillos y a los más honrados, a los más holgazanes y a los más laboriosos, eligió al infante Vencejo, el que andaba sin pisar el suelo, para que le acompañase a su austero despacho. Y en aquella espartana habitación, junto a una chimenea crepitante, susurrándole al oído, esto fue lo que le dijo maese Golondrina a su querido discípulo:
“Escucha bien lo que te voy a decir, infante Vencejo, porque no te lo repetiré dos veces. Ahora mismo podría crujir el nogal del jardín y yo me caería muerto de un soponcio sobre este azulejo dejando el taller sin sucesor. Ya conoces la fama de nuestro negocio. No hace falta que te diga que hasta esta humilde morada se han acercado carruajes de hombres ilustres, pues seguro que recordarás la capa aterciopelada de maese Bocanegra, el fabricante de instrumentos más exquisitos del reino, tendida a mis pies como una alfombra real.

Inicio del cuento Xilófono.
Publicado en el número 32 de Piedra de Rayo. Octubre de 2009.

17 de julio de 2009

Doméstico

Por una de esas extrañas conexiones neuronales, la demolición del Servicio Doméstico me ha recordado un libro de ensayos de Eco que encarecidamente me aconsejaron leer durante aquel curso. En sus páginas, el pensador italiano habla de los universales semánticos, esas nociones comunes que, por su importancia, se repiten en todas las culturas. Los universales semánticos se pueden contar con los dedos de la mano y precisamente entre ellos se encuentran todos aquellos que se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio. Lo que Eco quiere decir es que en una lengua podrá faltar la palabra dinero, o incluso podrá faltar la palabra poder, pero lo que nunca faltará en ningún dialecto del mundo son palabras como arriba y abajo, o como izquierda y derecha. Me parece que por aquella época aún tierna de mi desarrollo intelectual yo no lograba entender del todo la importancia de lo que me estaban explicando. Recuerdo que me gustaba la sonoridad poética de aquel concepto de universales semánticos, pero creo que no comprendía lo esencial de su significado: que el espacio es un asunto muy delicado que afecta a nuestros afectos y que no se puede alterar a la ligera sin correr riesgos de trastornar nuestra identidad.
Ahora, con la muerte súbita del Servicio Doméstico, lo he entendido al fin. ¡Estoy tan desorientado como cuando le comunicaron al cisne del parque San Miguel su traslado por la gripe aviar! Porque, tras la desaparición de mi querida esquina del Servicio Doméstico, ya me dirán ¿dónde vamos a quedar mis amigos y yo cuando bajemos a la Universidad a recordar viejos tiempos? ¿En un parking desolado donde los sioux nos pueden atacar por la espalda?

Fragmento de un artículo publicado en la revista ‘Piedra de Rayo’

27 de junio de 2009

Whisky

Señor escribano, escribiente, escribidor o como se diga, de este Manual de Enología:
Temiéndonos lo inevitable, es decir, temiéndonos que por desidia, por pereza o por mengua de su escaso talento, ponga punto final a esta serie de cuentos, unas humildes palabras del campo, ofendidas por la falta de delicadeza de sus últimos textos publicados, hemos decidido mandarle urgentemente estas líneas de protesta.
Si no le hemos escrito antes se ha debido al profundo respeto que nos inculcaron nuestros progenitores hacia las personas con estudios tan prolongados como los suyos. Créanos que conocemos las dificultades de su oficio y que estamos al tanto de sus dudas, de sus vacilaciones, de sus inseguridades. Iletradas como somos, nunca hemos querido influir en sus decisiones por muy injustas que nos han parecido a menudo, pero comprenda que no nos ha quedado más remedio que levantarnos airadas de nuestros surcos cuando nos hemos enterado de su último capricho, la selección de la palabra whisky para protagonizar uno de sus cuentos. Si ya nos dolió cuando eligió un vocablo intruso como oliveña (¿díganos qué narices pinta una rama de olivo en un libro de enología?) o cuando se dejó engatusar por un concepto abstracto como paisaje (¿acaso sabe usted el disgusto que se llevó la palabra podar, una palabra sensata a carta cabal, al verse marginada por un concepto tan etéreo?) o cuando se conchavó, a saber a cambio de qué bajeza, con un término insulso como quinto (por favor, ¿a quién le puede interesar los cotilleos insufribles de esta deslenguada palabreja?), no debe extrañarle que nos haya parecido una ofensa intolerable la inclusión en un libro riojano de una palabra foránea, de un neologismo de tercera, sin raigambre académica. ¿Cómo puede atreverse a seleccionar a este engendro ortográfico, cuyo lexema modernoide empalidece ante la presencia majestuosa de la ancestral palabra vino? ¿No se le cae la cara de vergüenza de sucumbir ante los efluvios de una fulana extranjera aficionada al cine negro, en perjuicio de una docta palabra patria que carga a sus espaldas con una ilustre tradición literaria?

Inicio del cuento ‘Whisky’.
Publicado en el número 31 de la revista ‘Piedra de Rayo’. Junio 2009.

6 de junio de 2009

Hojas

Las hojas no se quejan cuando las pisan, lo cual debería servir para reflexionar en una sociedad tan propensa a la queja. Las hojas (las hojas caducas, claro, las perennes son otra historia) saben que tienen los días contados, que su existencia será efímera, que perderán el verdor y, sin embargo, no sueltan ni una protesta ni firman un manifiesto contra el sumo hacedor de hojas.
Aquí, en este edén tan resguardado, en este cubículo montado con el confort exagerado de quien aspira a una inmortalidad tan larga como vacua, todo el mundo levanta su grito contra todo, contra las retenciones, contra los pisotones en el autobús, contra la nicotina, contra la educación. Aquí, ya digo, todo el mundo protesta con su pancarta fabricada a la medida, todo el mundo sale a la calle en plan algarada callejera a quemar su ración de coches, menos quienes más deberían protestar, es decir, las hojas. Las hojas se deberían levantar contra la tiranía de las botas y no dicen nada.
Calladas, sumisas, las hojas nos regalan primero un estallido fosforescente de color primaveral, que nunca viene mal para alegrar unos ojos cansados de horizontes grises por la iluminación opaca de tantas farolas, y luego, ya en otoño, nos brindan una lección de humildad, una clase de eutanasia, que combina la ética con la paciencia. No pensemos que su silencio se trata de una resignación vulgar, de una sumisión pasiva a una injusticia, sino de una aceptación sabia de los designios inescrutables de la naturaleza, una frase que suena a púlpito, a orador televangelista, pero que no nos queda más remedio que asumir con una inteligencia racional, cuando se ha descubierto que las tres cuartas partes del universo son materia oscura.
Las hojas no se quejan, sólo emiten un ruido de cereal mojado en leche, crujiente, acogedor, de mañana de domingo, una mañana sin prisa, eterna, eterno el periódico, eterno el tazón de leche. Los bosques están llenos de esos ruidos íntimos, que se retuercen hacia dentro como un ovillo y no hacia fuera como suelen ser los ruidos urbanos. Los cláxones, los móviles, las alarmas, tienen gustos modernos y les gusta irse de botellón hasta las tantas molestando a los vecinos, pero las hojas han interiorizado un silencio monacal, nada místico sino reconcentrado de pura clorofila, como la única forma de respirar oxígeno y de no ahogarse con tanta contaminación sonora.
Las hojas son tan sabias que incluso cuando las pisan los senderistas, mugen humildes como vacas. Las hojas comprenden que la dureza de las personas comienza en los pies antes que en los rostros; ellas saben que el dolor de la experiencia se manifiesta antes en los callos que en las arrugas. Los humanos no hemos aprendido esta verdad: que la liberación del ser humano vendrá antes por abajo que por arriba, que la salud comienza en el pie antes que en el estómago. Sólo las culturas orientales han sabido valorar el valor sagrado de un pie. En Occidente, los hippies frivolizaron con el asunto del nudismo, pero lo cierto es que la primera esclavitud la trajo la sandalia. El pie necesita ser libre para ser feliz y hace tiempo que por educación lo encerramos en un molde donde se asfixia. Los pies de ciudad se endurecen en el cemento y su angustia la trasladan a la frente. No hay mayor felicidad que el remojar unos pies en un arroyo. Hemos inventado las vacaciones de verano como una salvación de nuestros pies, que huyen a las playas para disfrutar descalzos de la pureza de la arena. A partir de otoño, con el frío, sólo nos queda el relax de las alfombras persas. O acercarnos a un bosque y pisar una alfombra de hojas otoñales.

Artículo publicado en prensa.

26 de mayo de 2009

Dinero

El dinero huele. Ya lo creo que huele. No llevaba razón Vespasiano cuando dijo que el dinero es inodoro. Depende de las manos de donde venga. A veces, huele de maravilla, a brisa marina; otras veces, echa un pestazo, a habitación cerrada, que no hay quien lo aguante. Usted entra en una panadería a comprar un bollo de pan y esos céntimos, harinados recién salidos del horno, desprenden un olor tierno. Da gusto olerlos. Sin embargo, mete la tarjeta en el cajero y sale una humareda desagradable. No se puede evitar. Las comisiones de los bancos desprenden un hedor de alcantarilla. Hay olores y olores, como hay trabajos y trabajos. Una hora extra bien pagada huele que es una bendición; una hora extra sin convenio huele a chamusquina. Los tenderos suelen dar dinero fresco, con olor a mandarina, que hace cosquillas en la nariz, pero como te descuides en el restaurante, te meten un sablazo, que se te crea una congestión nasal y los euros no te dejan ni respirar. Hay dinero que huele a sudor, a grasa, a Anís el mono. Y hay dinero que huele a colonia cara, a coche de lujo, a hamaca jamaicana. Esos sueldos millonarios por meter un gol no es uno de mis olores favoritos. Me abotarga los sentidos. Sin embargo, esa prima al árbitro por pitar un partido de regional me gusta tanto como la fragancia que transmite el papel de un libro nuevo. Hay dinero negro (¿será por racismo?), que huele muy mal. Y hay dinero blanco (¿recuerdan aquellas pagas de la infancia?), que evoca sensaciones de golosinas, helados y tebeos. El euro del periódico huele a tinta. El euro de unos vinos huele a camaradería. El dinero desprende olores por doquier. Todo es cuestión de ponerse en plan sumiller. Metan la nariz en el monedero y ya verán. Hay billetes que huelen a colonia cara, y otros, que huelen a ‘after shave’ barato. El dinero que cuesta un piso huele a aspirina; el dinero que se dona al Tercer Mundo huele algo mejor. A Botín, ¿cómo le huele el dinero? Pues, ¡cómo le va a oler!, a palo de golf. Hay dinero metido en paraísos, que no crean que huele para tanto. Y, miren, hay dinero con olores de huerta que ya lo quisieran cualquier perfumería. No, ni mucho menos llevaba razón Vespasiano cuando dijo que el dinero no huele. Ya lo creo que huele. A veces, huele que alimenta. Y otras veces, huele que apesta.

Artículo publicado en prensa.

7 de mayo de 2009

Moro

Me llamo Mohamad Ali Asghar. Se escribe de una forma y se dice de otra. Lo más difícil de mi nombre son las haches. La hache de Mohamad es aspirada; la hache de Asghar, muda. Tengo un nombre que no es fácil de recordar. Lo sé. A nueve de cada diez riojanos se le olvida; y quien se acuerda no acierta con las haches. Así que pueden llamarme “El moro”. Todo el mundo me llama “El moro”. Me he acostumbrado. Al principio, me molestaba. Ahora ya no. Eso debe de ser porque ya estoy integrado. Me gusta más que me llamen “El moro” que “Mojamé”. “Mojamé” no me hace gracia. Porque los compañeros de la obra aprovechan para ponerme perdido de agua. “¡Agua para mojamé!”, grita el capataz. Y todos se ríen. Los motes no me gustan. Alá puso nombre a las personas por algo. Y no está bien reírse de Alá. Aunque prefiero un mote a que me llamen Moisés. Cuando supe que ese profeta fue el que vagó por el desierto, me mareé del susto. Recordé mi duro viaje desde Islamabad. Moisés no pisó la tierra prometida. Yo, sí. Aunque estuve a punto de no pisarla. Yo vine en autobús y no en patera, como se piensa la gente. En autobús también se pasa mucho miedo. Sobre todo, si viajas en el maletero. Quienes vienen en patera son los marroquíes. A los paquistaníes y a los marroquíes nos suelen confundir en la calle. No tengo nada contra los marroquíes; lo único que comprendan que yo soy un paquistaní de pura cepa, como dicen ustedes, y es diferente ser de Pakistán que de Marruecos. En Pakistán, por ejemplo, se habla urdu. A nadie le saludo ya en urdu. Los españoles apenas saben inglés, como para saber urdu. Con todo, lo peor de ser paquistaní en Logroño no es que se te vayan olvidando palabras de tu lengua sino que tu nombre deja de existir. A todos mis amigos paquistaníes les pasa lo mismo. A Gulan Mehmood. Y a Adeel Shabaz. Nadie les llama Gulan Mehmood ni Adeel Shabaz, sino Juanito, Angelito, nombres terminados en ito. Y si ponen mala cara, les dicen “El moro”, como a mí, y a aguantarse. Como a todos los paquistaníes nos llaman “El moro”, los riojanos no nos distinguen a unos de otros. No es raro que los vecinos me confundan con Mehmood o con Adeel. Y eso que Mehmood es mucho más alto que yo. Y que Adeel tiene barba. Llevo seis años en esta ciudad y ningún logroñés dice bien mi nombre. Siento que me falta algo, pero ya no me importa. Eso debe de ser, ya digo, porque estoy integrado. Seré “El moro” para siempre. Así que si necesitan cualquier cosa de un servidor, Mohamad Ali Asghar, (la primera hache aspirada; la segunda, muda), no lo duden, vayan a la obra, pregunten por “El moro”, y ya verán cómo el capataz les da buenas referencias de mí.

Artículo publicado en prensa.

21 de abril de 2009

Comerciantes

Al comerciante logroñés lo que le mata es que sigue tratando de usted a su clientela, con una corrección exquisita de sumiller, que encandila a las señoras de abolengo, pero que pone de los nervios a las nuevas generaciones, que son las que están en edad de consumir, porque les han educado con menos vocabulario que a sus progenitores, que la Eso y la Aquello juntas han exiliado el latín a las Galias y los escolares se han quedado sin aprender el rosa rosae, aquejados de una cultura de crucigrama poco dada a los recovecos gramaticales. Vamos, que la crisis del pequeño comercio es ante todo un problema de empobrecimiento de nuestro léxico, como casi todo en esta vida, que las grandes superficies no han leído la lingüística de Saussure pero se conocen al dedillo los secretos de los manuales de autoayuda y, por eso, les salen unos eslóganes publicitarios tan fulminantes: “El paraíso, a dos minutos de su casa”, que, en la época en que vivimos, donde la velocidad del microondas es el invento más ponderado y las conversaciones a fondo de Soler Serrano en la tele han sido sustituidas por unas tertulias comprimidas en 59 segundos, el usted no sólo suena a antiguo sino que se considera una pérdida de tiempo, que por no utilizarlo no lo utilizan ni los mendigos en sus súplicas, porque lo ven como un arcaísmo de novela decimonónica sin ningún marchamo comercial. Es triste, pero el usted está tan desprestigiado, que sólo lo usan ya sus señorías, por una cortesía parlamentaria, que les dura el cantar de un vizcaíno, y el erudito Francisco Rico en sus estudios sobre el Quijote, que cuando le da un ataque de pedantería lo cambia por un vuesa merced, que aún agrava más el asunto, porque esta antigualla de expresión nos demuestra que la educación y los buenos modales son cosa de caballeros andantes pero no de vendedores modernos, que ahora lo que se lleva es el inglés, o el espaninglish, como mal menor, un “Made in Hong Kong” en las etiquetas, que es más directo que un “Confeccionado por Casa Hermanos Domínguez”, que suena autóctono pero que no entra en el anuncio de lo largo que es, que los hablantes tienden a comprimir las palabras como los ejecutivos a recortar gastos, y un parado, por ahorrar saliva, pasa a ser un parao, y una dependienta parlanchina de las de antes, de las que se enrolla y pregunta a la clientela por los estudios de sus hijos, se convierte, por economizar balances, en una cajera hierática, de las de contrato temporal y voz plastificada. En fin, que esto de la bajada de ventas del comercio riojano no se soluciona ni con un despliegue de bombillas navideñas Gran Manzana ni con la alfombra de Aladino sobrevolando por encima de los maniquíes de los escaparates, sino con un cambio de registro verbal, que hay que empezar a utilizar el tuteo, ¿qué es eso de: “Ahora mismo le atiendo, señorita?”, nada, hay que ir al grano, “Chavala, ¿tienes tarjeta o no tienes tarjeta?”, que el comerciante se ponga a tutear y ya verán cómo los híper empiezan a temblar.


Artículo publicado en prensa.

3 de abril de 2009

Ferlosio

A Ferlosio es difícil que la plebe lo lea ni aunque le concedan de una tacada el Cervantes y el Nobel juntos, porque, cuando escribe sus peroratas tan documentadas, parece que está soltando un sermón apocalíptico, una homilía como las que proferían aquellos curas que se subían al púlpito y uno se quedaba bobo de la labia que tenían pero también de la mala leche con que abroncaban a sus beatas. Ahora ya no queremos oír monsergas de ninguna clase, aunque estén arrebozadas de laicismo como las de Ferlosio, porque vivimos en la sociedad del bienestar y cualquier atisbo de desasosiego nos suena a veleidades de filósofos aguafiestas, emperrados en desenterrar al depresivo de Schopenhauer. Con tanta autosatisfacción estamos perdiendo oído para distinguir la felicidad de la infelicidad, porque lo que nos pide el cuerpo, después de picar en la mina, es desconectar con una novela basura, de las que se devoran en dos bocados como una hamburguesa, y no aguantar el soliloquio pausado de un pelma de librepensador, que, si es necesario, despotrica hasta contra su propia sombra. Ferlosio se nos revela como un pesimista de tomo y lomo, como lo fue Quevedo, como lo fue Fernando de Rojas, como lo fueron tantos otros hombres de letras, caracterizados por un pesimismo ilustrado que enraíza en la mejor tradición española de nuestras artes, que algunos han interpretado en clave desesperanzada, pero que a poco que se rasque en su coraza intelectual se vislumbra en sus textos ese optimismo iluso de quien aún cree en las propiedades enamoradizas de un soneto.
A Ferlosio no le oirán en las tertulias soltando vaguedades ni luciendo palmito por las pasarelas mediáticas. ¿Qué va a pintar este caballero de la triste figura entre tanta alharaca, si es un currante de la lengua, un empollón de biblioteca, que busca el dato, entre los legajos, con la misma obsesión que un periodista de raza? Bueno, lo de periodista de raza es una exageración, porque no habrá persona que abomine más del raquítico “lead” y que más recurra a las frases largas, a los meandros, que muchas veces da la impresión como si estuviese mareando la perdiz, hasta que al final el lector cae en el cepo, y viene el destello de lucidez, y uno le perdona tanta demora, porque entiende que esta prosa laberíntica es su única forma para encauzar la complejidad de su pensamiento. No es casual que Ferlosio, con apenas un par de novelas escritas, dejase de escribir ficción, cuando es de largo el novelista más dotado de su quinta, (no lo digo yo, lo dijo Delibes y, para dar fe de este aserto, lean y relean las andanzas de “Alfanhuí”, me lo agradecerán), pero comprendan que se aburrió de que le encasillasen con el sambenito del autor del “Jarama” y abandonó las listas de libros más vendidos, porque intuyó que le podía pasar lo que le pasó a Cela, que se forró de dinero a cambio de dilapidar su talento con pedorretas y tacos. Por su carácter más bien hosco, Ferlosio tenía todos los números para haber acabado como un bartleby con más fama que obra, pero se puso a escribir ensayo, como aquellas mujeres que hacían calceta para dar sentido a su vida, y ha engrandecido su leyenda. Lo suyo es el ensayo duro, sin concesiones pero tampoco sin imperativos categóricos ni otras disquisiciones abstractas, siempre al ritmo de la actualidad: si toca celebrar los fastos de la colonización latinoamericana, nos recuerda que ahí sigue sangrando el testimonio de Bartolomé de las Casas para avergonzar nuestra hidalguía; si toca brindar por el fin de la historia, arremete contra el dios globalizador y su Mesías, la publicidad. Aunque, con perspectiva, con horizonte, Ferlosio no ha dejado nunca de ser el novelista que comenzó siendo, que la gran novela castellana, como es el Quijote, avanza, entre somanta y somanta de palos, en una continua digresión de discursos de todos los pelajes y, si nos quitamos las orejeras, nos daremos cuenta de que nuestros más grandes prosistas suelen ser ensayistas camuflados, desde el manco de don Miguel hasta el pobrecito hablador de Larra.
Al contrario de lo que sucede con tanto premio de conveniencia, Ferlosio ensalza el Cervantes, pero no sé si, como desea todo escritor en su fuero interno, dejará de ser por ello un autor minoritario. A Ferlosio, para que lo lea el vulgo, en vez del galardón, le tendrían que haber chivado el nombre del asesor de imagen de Zapatero, que igual, con un peinado a sus hirsutas cejas, salía en la portada de la revista Vogue y ponía fin a su anonimato. Que Ferlosio ha venido recibiendo la misma ingratitud que algunos de sus compañeros de viaje, Caballero Bonald o García Hortelano, una generación desubicada, que equivocaron el lugar y el año de nacimiento, gente de izquierdas metida en el fragor del franquismo, mal mirados por todos, por los de fuera por quedarse detrás de la barrera, por los de dentro por no hacer la pelota al censor de turno, injustamente tratados en la transición pero que no se desanimaron sino que siguieron escribiendo, escribiendo como los ángeles, que los ángeles escriben con pluma y no con ordenador, un matiz de peso, ya que las nuevas hornadas de escritores se han fiado demasiado del corrector ortográfico y su estilo ha languidecido en un suspiro. Lo que sucede es que los lectores modernos no se percatan de esta agonía, porque están acostumbrados al realismo sucio o al adorno lorquiano, que ahora, lo que se lleva es el envés de lo que enseña Ferlosio, una prosa anoréxica escrita por cualquier ganapán, y a ese colgajo los suplementos le llaman literatura.


Artículo publicado en prensa.

17 de marzo de 2009

Aji

Dicen que Miguel de Cervantes, después del fracaso editorial de la Galatea, se retiró al monasterio de Cluny, en plena sierra de la Demanda para reflexionar sobre su futuro. Tres días y tres noches debió de estar en el convento paseando su sombra lánguida y triste alrededor de la fuente de mármol del jardín. En su breve estancia no comió ningún alimento, no bebió nada, no durmió y ni siquiera una tormenta de granizo pudo impedir que cesase de dar vueltas y más vueltas en un mutismo absoluto. Se cree que sólo rompió el silencio unos segundos para levantar la cabeza contra el cielo encapotado y gritar con todas sus fuerzas el nombre de Aji-Ubá, nombre extraño para los que desconocían el pasado del escritor pero muy familiar entre sus amigos más cercanos. Aji-Ubá, descendiente de una sanguinaria saga turca, había sido el cabecilla de las huestes infieles en la batalla de Lepanto en la que Cervantes había ganado un cargamento de honra pero había perdido un brazo.


Comienzo del cuento Aji-Ubá.
Obtuvo un accésit en el IV Concurso de Narrativa Gobierno de La Rioja.

4 de marzo de 2009

Porrón

La cultura del vino agoniza por culpa de un hartazgo de arquitectura cortesana que invita más al bostezo seudointelectual que al puro goce carnal. Adormece los sentidos tanto refinamiento de titanio imponiendo su mantelería de lujo a un paisaje austero argamasado desde tiempos remotos con materiales humildes. Tierra de chozos y de fogatas, aún prenden en el recuerdo las gavillas de sarmientos gozadoras de secretos epicúreos inconfesables. Quienes quieran saber algo más que sofismas de diseño deberían quitar los precintos a esos calados en cuyo interior se desatasca la lengua filosofal gracias al trasiego de caudalosos ríos de clarete. Si Gehry ha violentado, a fuerza de amorfas curvas, la sabiduría horizontal de las viñas, Armani ha prestado su elegancia postmoderna para adulterar la funcionalidad de la artesanía del vidrio. Las copas estilizadas como modelos desesperan a los narigudos y a los filólogos. En las refinadas escuelas de sumilleres, antes que florituras verbales, habría que recuperar la olvidada plástica del porrón. No en vano, sus formas seductoras adelantaron a la Coca Cola el eterno femenino que esconde todo recipiente de bebida alcohólica. Tras el pellejo hinchado de una bota palpita un turgente vientre de mujer. ¡Con qué lascivia lo agarran los santos bebedores! El borboteo del vino en el pretil de sus paladares repica tan melodioso como las fuentes de la Alhambra…

Fragmento de un artículo publicado en prensa.

5 de febrero de 2009

Vendimia

Aunque resulte dudoso que Nietzsche, debido al clásico dolor de riñones que suelen sufrir los filósofos, hubiese vendimiado alguna vez en su vida, su conocido antagonismo estético entre lo apolíneo y lo dionisiaco parece entresacado de la contemplación de una cuadrilla riojana vendimiando. Claro que me refiero a las cuadrillas de antaño, aquellas cuadrillas familiares, ya desaparecidas, donde el trabajo cobraba un valor amistoso, no cuantificado por el dinero sino por la propina de una barca de ricos moscateles.
En aquellas cuadrillas tan heterogéneas latía una tensión soterrada entre lo apolíneo y lo dionisiaco, plasmada en dos perfiles de individuos de procedencias opuestas. El apolíneo lo encarnaba un pariente lejano, una víctima de los vaivenes de las emigraciones, que se presentaba a vendimiar un fin de semana pertrechado de la actitud exótica del viajero inglés decimonónico. Por su parte, la figura del dionisiaco representaba la quintaesencia del hombre sedentario: era el dueño de la viña, un aldeano leñoso, desconfiado, huidizo, a quien para desempeñar ese papel se le exigía un sentido de la propiedad capaz de trazar lindes invisibles entre cepas aledañas y un olfato de gorrión dotado para intuir tormentas en cielos claros.


Inicio del cuento Vendimia
Publicado en el número 30 de Piedra de Rayo. Invierno 2009

1 de febrero de 2009

Sarmiento

Lo que estuvo a punto de haber fue una buena somanta de palos. En cuanto escuchó la protesta airada de Faustinín, el alguacil fustigó contra el suelo una vara de almendro. Como el muchacho comprendió que, si no obedecía, el siguiente latigazo caería sobre sus espaldas, echó a correr asustado hacia un chozo cercano en el que guardaba los haces de leña. Entró en su interior, cargó sobre los hombros una gavilla voluminosa y, como si fuese una hormiga oculta por una miga de pan, la transportó sufridamente hasta el lugar de celebración. Al llegar al pie de la pila, Faustinín se deshizo del fardo de sarmientos como pudo. Lo lanzó hacia arriba y tuvo verdadera fortuna. La torre se balanceó ligeramente al sumar una nueva gavilla pero no se derrumbó. El que perdió la verticalidad fue el crío. Se agachó bien agachado para introducir debajo del montón un puño de forraje que facilitase el fuego. Y entonces, justo cuando se encontraba en esa posición encorvada, sus ojillos melancólicos, como si fuesen los de un topo emergiendo de las profundidades de la tierra, se desviaron hacia arriba y se quedaron extasiados mirando durante cinco segundos, que bien pudieron ser cinco minutos o que bien pudieron ser cinco siglos, las enaguas de Rosaura. Aquella prenda, tejida con hilos dorados, relucía como una almazuela.

Fragmento del cuento ‘Sarmiento’
Publicado en el número 27 de Piedra de Rayo.
Las ilustraciones de Lema de este cuento han sido seleccionadas para la Feria de Bolonia 2009.

28 de enero de 2009

Marisa

Una fotografía inmensa de Samuel Beckett cuelga en medio del escenario. Su rostro arrugado y su mirada triste se extiende por todo el teatro. Didi y Gogo están sentados debajo del retrato de Beckett. De vez en cuando levantan los ojos y miran la fotografía. Parece que esperasen una señal, una voz, una orden, pero como la fotografía no habla, se vuelven a sentar aburridos y ensimismados.

Didi: ¿Otra vez aquí?
Gogo: Otra vez.
Didi: ¡Vaya mierda!
Gogo: Ya lo creo.
Didi: ¿Y hay que soltar lo de siempre?
Gogo: ¡Qué remedio! Él manda. (Señala a la fotografía)
Didi: ¿Y paga?
Gogo: Ya ves… (Escudriña sus bolsillos vacíos)
Didi: Tenemos mala suerte.
Gogo: Ni que lo digas.
Didi: Mal pagados.
Gogo: Y mal vistos.
Didi: Bueno… (Carraspea) tenemos prestigio.
Gogo: ¡Joder con el prestigio!
Didi: ¿Qué pasa?
Gogo: Con el prestigio no se come.
Didi: ¿Y qué quieres? Algo es algo.
Gogo: ¿Te conocen?
Didi: ¿Conocerme?
Gogo: Sí, por la calle.
Didi: (Piensa unos segundos)… Nadie.
Gogo: ¿Nadie?
Didi: Bueno… mi madre.
Gogo: Si no tienes madre.
Didi: Pues… mi padre.
Gogo: Tu padre no vale.
Didi: Entonces… (Desesperanzado) nadie.
Gogo: Pues estamos jodidos.


Inicio de la obra de teatro ‘Esperando a Marisa’
Premiada en la primera edición del certamen ‘Teatro Mínimo Rafael Guerrero’